La lengua no es la envoltura del pensamiento sino el pensamiento mismo. Miguel de Unamuno
Un teatro. En el escenario hay dos mujeres. Una está de pie y la otra se mece en un columpio. Tras ellas y en diagonal hay una pantalla donde aparecen videoimágenes acompañadas por un diseño sonoro hecho en computadora. Pasan algunos minutos. Una de las mujeres camina por el escenario, la otra sigue columpiándose. Pasa el tiempo… La mujer que camina toma un teléfono que yace en el piso; no habla, solo escucha y cuelga. Tras unos minutos, de una bolsa saca unas manzanas que arroja al público; algunas de ellas ruedan de vuelta al escenario. Ella toma una y la muerde. La otra mujer termina de columpiarse y sale de escena. Los minutos siguen pasando. De pronto la mujer que ha mordido una manzana se orina –sí, se orina- en el escenario. Regresa la otra mujer y se columpia. Transcurren los minutos. En total deben haber sido como 40 y… finaliza la puesta.
Hay un aplauso breve y frío. Los espectadores salen desconcertados y murmuran por lo bajo, ¿eso fue la obra? ¿De qué se trató? ¿Fue un ensayo? ¿Por qué se orinó la actriz? Espera, ¿era una actriz? ¿Y la otra? ¿Qué pasó? ¿Qué fue lo que presenciamos durante 40 minutos…? Es entonces cuando uno comprende el término “relativo”: ese lapso puede ser una fracción muy breve para algo placentero y una eternidad para algo francamente tortuoso.
Este tipo de teatro a veces se autodenomina posdrama, otras escena expandida; sea como sea, esta clase de propuestas pertenecen a las teatralidades hoy en boga. Si antes era algo experimental, ahora está de moda. A esto se le considera el teatro moderno, vanguardista, el que busca romper con lo añejo y lo convencional. La mayoría de estos montajes eluden o renuncian al texto dramático; los actores, la iluminación, el vestuario, la escenografía y demás elementos (si es que los hay) son símbolos que en su conjunto pretenden decir algo, aunque quizá no haya la intención de decir nada, ya que no hay fábula, ni progresión dramática, ni estructura, puede prescindir de diálogos, tampoco hay personajes, los actores son intérpretes, y no se da la catarsis.
Grosso modo lo que pretende es cambiar los paradigmas teatrales y que asistimos a una experiencia, se nos invita a sentir o vivir lo que acontece en la escena, aunque no ocurra nada o lo que suceda no tenga un sentido lógico, tradicional o sea simplemente algo cotidiano; esa es su propuesta estética y discursiva. Su intención es romper con los cánones establecidos por lo que bien pueden clamar a los cuatro vientos: ¡Aristóteles y Stanislavski han muerto! ¡Shakespeare, Molière, Chéjov y Lorca son anacronismos teatrales! (Y con ellos todos los dramaturgos habidos y por haber).
Con el argumento de que este tipo de propuestas apela a que el público es inteligente, le deja a este la tarea de interpretar a su gusto lo que ha presenciado (ergo, si lo entiende o aprecia es inteligente, si no es un tonto). Entonces el espectador es libre de amarlo u odiarlo, serle indiferente o irritarle… o tal vez sea capaz de apreciar la profundidad de la puesta… Aunque me temo que en muchos de los casos lo más que consigue es desconcertar y aburrir, y a mi modo de ver no hay peor falta que aburrir al público. Como si esto no bastase, si alguien osa criticarlo de inmediato se le indica que este teatro no es “para el gusto de públicos acostumbrados a ver telenovelas”, por lo que evidentemente se trata de un teatro 100% elitista. Lo más preocupante es que quienes lo hacen y sus defensores no buscan atraer justamente a ese público que desprecian; lo condena a seguir viendo culebrones sin ofrecerle una oferta que -sin ser complacientes-, logre entretenerlo y comunicarle algo. Así las cosas, me aventuro a pensar que probablemente son incapaces de hacer una obra convencional -como se ha venido haciendo desde hace siglos-, y montan algo inconexo para impresionar incrédulos de elevadas ínfulas… No sé, se me ocurre.
Diana González define al posdrama como “una fracción del teatro contemporáneo en la que el texto ha dejado de ser el centro para pasar a ser un elemento más de la «realización escénica»”. Hay quienes lo llaman la evolución del teatro aunque yo considero que es lo contrario, una involución. Mientras muchos medios y plataformas buscan ávidamente historias para nuevos contenidos, otros reniegan y las evitan. Ahora que se ha perdido la línea entre arte y no arte, hemos llegado al ridículo extremo en el que varios asistentes admiraban un carrito de limpieza en el Guggenheim creyendo que era una obra de arte. Llego a pensar que la polémica crítica de arte Avelina Lésper consideraría a estas teatralidades parte del Fraude del arte contemporáneo.
Aunque tal vez haya elementos rescatables, es inevitable calificar a este tipo de teatro de ser burgués, clasista, pretencioso, carente de discurso, teatro snob como diría Mariano Tenconi Blanco, «un teatro que no abre diálogo, ni interrogantes, ni plantea posiciones«. En los tiempos que corren, en un mundo amenazado por el fascismo y el cambio climático, entre otras problemáticas, montar este teatro carece de importancia, es prácticamente inútil e incluso peligroso. Busca crear una experiencia en el espectador, pero este puede encontrar una en un vagón del metro o en la banca de un parque y seguramente será mucho más entretenida. Y es peligroso porque, al no querer tomar postura, toma una: la del vacío superficial y el silencio cómplice que solo favorece a un sistema que no quiere gente crítica y pensante, sino manadas de consumidores, contribuyentes y feligreses. De paso y aunque no sea su intención, beneficia a los grandes monopolios teatrales y a los espectáculos donde abunda el entretenimiento vacío ya que ahuyenta al público y lo arroja a esos mercados porque busca que le cuente algo, que le entretenga y le emocione.
Debe alarmarnos que muchos creadores opten por renunciar al lenguaje y a la palabra, asombra que no haya ningún tipo de compromiso, que no tengan nada que decir, más en estos días aciagos donde hay tanto de qué hablar, tanto que denunciar y llevar a la escena, donde urgen contenidos y discursos para contrarrestar a un sistema que nos quiere sumisos e ignorantes. La dramaturgia, como parte de la literatura, refleja la realidad en la que vivimos y deja testimonio de una sociedad y su época; si desistimos del texto dramático, no quedará huella ni memoria del presente, solo un hueco que, por moda y esnobismo, muchos teatreros no quisieron o no supieron llenar. Como dijera la escritora nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie: “El silencio es un lujo que no podemos permitirnos”.
* A propósito del artículo El público nos ha dado la espalda, de Viridiana Narud.
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Fuente: somo el medio
"Robles, Humberto (8 noviembre 2018). Le hemos dado la espalda al público. https://www.somoselmedio.com/2018/11/08/le-hemos-dado-la-espalda-al-publico/
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